domingo, junio 24, 2012

Una cena (tan) perfecta

Fueron en taxi hasta el hotel, casi en silencio. El volumen de la radio hubiera vuelto imposible cualquier diálogo, pero lo que mantuvo a ambos casi con la cabeza fuera de la ventanilla durante todo el viaje fue una insoportable pestilencia que se resistía, a pesar de los vidrios bajos. Mario intentó identificar su origen: le pareció una emanación tóxica producto de los componentes acrílicos del tapizado. Jovita, en cambio, habría jurado que era el conductor. Sus pies, más precisamente. Ante la vista del bamboleo gracioso del pinito desodorante colgado del espejo retrovisor, a Mario lo asaltó la sospecha de si aquello no era más que el corolario obligado de una cena tan perfecta.

sábado, junio 16, 2012

Sueño del 20 de mayo de 1999 (02:15 hs.)

Estoy en compañía de una mujer y hemos salido a ver una exposición de objetos de tortura. Pareciera que estoy en el extranjero. Tal vez, Londres. Me desperté con la palabra "Brunswick" en la cabeza. Si existe, no sé dónde queda.
Bien, el lugar es un salón donde se exponen objetos de la más variada índole, pero todos curados según el criterio siguiente: han sido empleados para suministrar tormento, pero no en el ámbito carcelario, sino en el doméstico.
El recorrido es desolador, y es frecuente oír lamentos y suspiros de entre la concurrencia, bastante nutrida, por cierto. Cada vez que alguno de los visitantes se arriesga a aproximarse hasta la información de cada pieza a descifrar de qué se trata el adefesio que acabó intrigándolo lo suficiente.
En mi caso, me obstino en conservar cierta actitud hierática y distante, que me permite no sólo conservar las formas ante mi compañía, también mantenerme protegido en semejante entorno de mi propia naturaleza curiosa.
Habríamos sorteado ya numerosas pruebas cuando al promediar el recorrido un gabinete de madera oscuro con apliques de mimbre ganó mi atención. Parecía esos relojes previctorianos que guardan con celo exagerado sus péndulos y aparejos. Tenía su altura, pero, claro, ningún reloj lo coronaba.
El curador lo había dejado junto al quicio de entrada al salón principal, al que se accedía luego de dar un obligado rodeo. Era imposible pasar frente a él sin notarlo, excepto por el hecho de que su aspecto, desprovisto de goznes, grilletes, herrajes, lucía tan cándido e inofensivo que el resto de los visitantes no parecía reparar en él. Por lo demás, la falta de indicación hacía pensar que algún changarín se lo debió olvidar allí durante el traslado de la muestra.
Era evidente que esto había sido calculado, como los sucesivos apliques de barniz que sin cuidado de su sórdida lobreguez indicaban claramente que ese baúl,  o canasto, o lo que fuera, tenía un dueño que tomaba los recaudos de su mantenimiento.
Ya rendido al acertijo busqué con disimulo alguna tarjeta en sus costados. Nada más que los lisos, pulidos hasta el hartazgo, listones planos. Casi toco la perfecta unión de los lados, admirado por la técnica del ebanista que así lo quiso.
Volví a pararme de frente, como a dos pasos de distancia, dispuesto a jugar el juego. Mi acompañante se me acercó, intrigada también ella al ver que mi atención había sido capturada. Al verme avanzar sobre la caja, ya con intención de abrirla de cualquier modo, tomó mi brazo para evitarlo. Puse una mano sobre la tapa anterior y una sensación inexplicable de odio y amenaza me llevó a empujarla de costado, firme. La hoja del frente, con sus diminutas hendijas se deslizó suavemente. Cuando ya estaba por la mitad de su recorrido, una lamparita se encendió en su interior iluminando la fotografía de tamaño natural de la que fuera en vida Lady Hilfinger Richards: un saco de huesos que espía al curioso con ojos desorbitados bajo un revuelto de cabellos que ni sus pies dejan ver, tal como fue encontrada en la bodega de un paquebote por un contramaestre excesivamente escrupuloso, en la primavera del año doce en Dover.
Sus padres, Lord y Lady Hilfinger, fueron detenidos y conducidos a presidio, mientras que la pobre niña, que no había conocido otra morada desde su nacimiento, fue a dar con su alma al hospicio de Brunswick, donde murió a la edad de veinte años.
"La caja original", indicaba la tarjeta, "no se abría".